Hace muy poco tiempo Ediciones Godot editó, por primera vez en español, uno de los libros más inteligentes de Slavoj Žižek, El resto indivisible. Acá les dejamos un fragmento generoso de la introducción, como para que se vayan tentando y vean de qué va.

 

Un verano, durante sus vacaciones, Freud visitó las grutas de Skocjanske, un magnífico sistema de cuevas subterráneas en el sur de Eslovenia. Es de público conocimiento cómo el descenso hacia esas cuevas subterráneas fue para él una metáfora de la entrada en el oscuro mundo del inconsciente. Entonces, mientras caminaba por este fascinante y tenebroso universo, el rostro de Freud palideció al encontrarse una desagradable sorpresa. Allí, en esas profundidades en penumbras, había, de pie frente a él, otro visitante de las cavernas: el doctor Karl Lueger, el alcalde de Viena, populista demagogo y reconocido antisemita de la derecha cristiana… Es importante que aquí no nos perdamos el juego de palabras en torno a Lueger, término que, por supuesto en alemán, de inmediato se relaciona con Lüge, que significa “mentira”. Fue como si ese encuentro casual representara para Freud la verdad fundamental de su enseñanza, la verdad encubierta por el enfoque oscurantista de la Nueva Era, según la cual, tras penetrar la capa más profunda de nuestra personalidad, descubrimos nuestro verdadero sí mismo [self], al que debemos abrirnos, es decir, debemos permitirle expresarse libremente: pero, por el contrario, lo que descubrimos en el núcleo más profundo de nuestra personalidad es una mentira primordial, constitutiva y fundamental, el proton pseudos, la construcción fantasmática por medio de la cual intentamos disimular la inconsistencia del orden simbólico en que vivimos.

Aquí podemos ver cómo Lacan (y, en efecto, Freud) se opone a Foucault y su inserción del psicoanálisis en la línea de desarrollo que comienza con la práctica cristiana de la confesión (su idea de que durante la cura psicoanalítica el sujeto-analizante revela, investiga y logra elucidar la verdad sobre sí mismo que se encuentra oculta en su inconsciente): lo que el sujeto descubre en las insondables “profundidades” de su ser es, por el contrario, una mentira primordial. El psicoanálisis, entonces, hace hincapié en lo opuesto al famoso lema disidente de Václav Havel, “vivir en la verdad”: el “estado natural” del animal humano es vivir en una mentira. El inesperado encuentro de Freud con Lueger condensa, por así decirlo, dos tesis lacanianas estrechamente relacionadas: el Amo es inconsciente, está escondido en el mundo de los infiernos, y es un vulgar impostor; la “versión del padre” es siempre una père-version. En resumen, lo que la Ideologiekritik debe comprender es que no existe Herrschaft que no se apoye en un goce fantasmático.

A través de una experiencia personal, pude ver en persona esta obscenidad inherente al Poder de una manera de lo más desagradablemente placentera. En la década de 1970, cumplí con el servicio militar (obligatorio) en el antiguo ejército del pueblo yugoslavo, en un pequeño cuartel que no contaba con las instalaciones médicas necesarias. En una sala que también funcionaba como dormitorio privado de un soldado raso entrenado como asistente médi co, una vez por semana prestaba sus servicios un médico del hospital militar de la zona. En el marco del gran espejo que se encontraba sobre el lavabo de la sala, el soldado había pegado un par de postales de muchachas semidesnudas (un recurso habitual para masturbarse en esas épocas previas a la pornografía, por cierto). Durante esas visitas semanales, todos aquellos que nos presentábamos para el examen médico nos sentábamos en un extenso banco que había a lo largo de la pared frente al lavabo, y el médico nos examinaba uno por uno.

Un día, mientras esperaba que me examinara, llegó el turno de un joven soldado medio analfabeto que se quejaba de dolores en el pene (lo cual, por supuesto, fue disparador de bromas obscenas por parte de todos nosotros, incluido el médico): la piel de la punta estaba demasiado tensa, por lo que no podía correrla hacia atrás con normalidad. El médico le ordenó que se bajara los pantalones y le mostrara el problema; el soldado lo hizo y la piel se corrió hacia atrás sin inconvenientes, pero enseguida el joven agregó que solo tenía ese problema durante las erecciones. Entonces, el médico le dijo: “De acuerdo; entonces, mastúrbese, provóquese una erección para que yo pueda revisarlo”. Profundamente avergonzado y sonrojado, el soldado comenzó a masturbarse frente a todos nosotros pero, por supuesto, no logró tener una erección. Entonces, el médico tomó del espejo una de las postales de las muchachas semidesnudas, la acercó al rostro del soldado y comenzó a gritar: “¡Mire! ¡Esos senos, esa vagina! ¡Mastúrbese! ¿Por qué no se le para? ¿Qué clase de hombre es usted? ¡Vamos! ¡Mastúrbese!”. Todos los que estábamos en la sala, incluido el médico, acompañamos el espectáculo con risas obscenas. Pronto, el pobre soldado se nos sumó con una risa tímida, intercambiando miradas de solidaridad con nosotros mientras seguía masturbándose… Esa escena fue para mí una experiencia de cuasi epifanía. En pocas palabras, tenía de todo un poco, la panoplia completa del Poder: la extraña mezcla de un placer impuesto y el humillante ejercicio del Poder, el agente de Poder que grita órdenes severas pero, a la vez, comparte con nosotros, sus subordinados, una risa obscena presenciando una profunda solidaridad…

Zizek

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