Los territorios sagrados. Una lectura de la obra narrativa de Gonzalo Gálvez Romano

Diego Tomasi leyó Sagrada, de Gonzalo Gálvez Romano, y escribió una reseña para su columna en La desterrada. El texto, que es una reseña crítica y también es una crónica de lectura, indaga sobre los personajes, los escenarios y los mecanismos narrativos. No se lo pierdan.

1.
Hay como una resignación a veces. Se piensa que el otro camino, el mejor, es para otros, que otros se lo merecen más.
Gonzalo Gálvez Romano, en mensaje de whatsapp

2.
Gonzalo Gálvez Romano no cuenta historias. No las escribe.
Gálvez Romano es un territorio, un escenario, en el que las historias caminan, viven, suceden. Las historias se le escapan sin que siquiera se lo proponga. Esto puede advertirse si uno habla dos minutos con él. O si uno recibe sus mensajes en el teléfono celular. O si uno lee sus libros.
Y sin embargo las historias no suceden porque sí. Cada pieza del engranaje tiene un sentido, y cada curva que toman los personajes parece perfectamente pensada. Sagrada, libro publicado en 2011 por Editorial Wu Wei, puede leerse como una colección de cuentos o como una novela. Da igual. Lo que no debe perderse de vista es que las personas que habitan esos relatos son personas vivas (aun las que están muertas, porque la muerte es un elemento presente, sobre todo presente), y si están vivas es porque Gálvez les da una voz, un cuerpo.
El libro empieza con un golpe a la mandíbula del lector. Y no va a ser el único. El relato se llama Dibujito, y tiene un primer pasaje inolvidable: “Me había clavado una pepa, no sé qué porquería me vendió el Ventana y al toque nomás estaba flasheando. Luces y toda esa mierda. En una me meto adentro de mi cerebro, así, con las ojotas embarradas como estaba, y camino por unos corredores grises, hechos de una cosa blanda. Y chau, camino y camino”. La crudeza del lenguaje no debe confundir. Sagrada es un libro de acciones pero reflexivo, con mugre y casi siempre poético.

3.
Los personajes que construye Gálvez viven casi todos una vida urgente, dura, que podrían cambiar por otra si pudieran. O si quisieran. Pero no cambian, o no lo hacen del todo. Más bien son cambiados, son llevados por las circunstancias, son arrastrados por vientos que no son de ellos. Viven en Isidro Casanova, pero podrían vivir en muchos otros lugares. En Risa, texto que da cierre a Sagrada, el Richard le pregunta a Inesita: “¿Entonces para qué vivís con Mauro?”. Ella responde: “Porque si no vivo con él voy a vivir con otro, y son todos lo mismo”.

4.
Las destrezas del autor son múltiples, y todas son funcionales a las historias que quiere contar. Algunas pueden enumerarse: La facilidad con la que cambia de narrador; el uso de la elipsis; la elección de los nombres propios de cada cuento; la densidad narrativa atribuida a cada objeto (porque los objetos, en los cuentos de Gálvez, están vivos, como las personas. Son actores principales, son nudos del relato, son nervios).
Cuando no son los propios personajes los que narran (en primera, segunda o tercera persona; a veces las diferencias se licúan), Gálvez construye un narrador muy particular. Es un narrador omnisciente pero cercano, que habla el lenguaje de las personas a las que pretende narrar. Esa cercanía, esa contaminación entre el narrador que todo lo sabe y el barro en el que caminan sus personajes, es un grandísimo acierto y permite que la soga de la que tira el escritor esté siempre tensa, y siempre en riesgo. Como los personajes.
Sagrada no es el único libro de Gonzalo Gálvez. En El árbol de remolachas cocidas (Wu Wei, 2012) hay historias que suceden en terrenos más amables que las historias de Sagrada. Pero eso no impide que cada lectura, cada cuento que se termina, deje en el lector una sensación incómoda. Una inquietud, un estómago un poco anudado. Lo mismo ocurre con los relatos de A dos horas de Barboza (Milena Caserola – El octavo loco, 2013). Clarita y Línea de flotación funcionan como ejemplo de esa incomodidad con la que uno se enfrenta.
En los tres libros, la violencia es un mecanismo de la ficción que parece envolver la propia vida de los personajes, y el escenario. No hay violencia porque las personas sean violentas. No porque el territorio lo sea. Hay violencia porque no hay otro mundo posible. Aun en la palabra escrita.

5.
En Sagrada hay un cuento que no puede terminarse. O no de corrido. Uno viaja en el colectivo, desprevenido, leyendo un libro. De repente, un diálogo interrumpe la lectura. Uno no entiende por qué. Qué es lo que pasa. Enseguida se advierte que hay lágrimas. Sí, uno llora. Y la respiración está un poco agitada. Alrededor las personas viajan como siempre. Un bebé llora en brazos de una tía. Tres adolescentes se ríen de un profesor. Una señora se queja de lo rápido que maneja el chofer. Afuera llovizna. Es como cualquier día, pero uno no puede leer.
El diálogo condensa cualquier reflexión que pueda hacerse sobre la ilusión, el hambre, quizás la niñez, casi seguro la condición humana toda. El autor del libro recibe estas sensaciones por mensaje, en tiempo real. Responde: “Lo loco de esto es que salió sin que pensara en ninguna de esas cosas. Me sorprende cuando tenés la inspiración para inventar una historia y termina siendo tan fuerte que es la propia trama la que te va dictando. Se te va de las manos y sin ningún esfuerzo. No pasa casi nunca, pero a veces te toca”.
Conviene no decir más que esto: en la escena están involucradas una bicicleta y una caída.
Resulta difícil leer a Gálvez sin emocionarse, sin hacerse preguntas sobre la propia vida.

6.
¿Qué es la Sagrada?, se pregunta uno al terminar de leer. ¿Es un barrio en algún lugar del conurbano bonaerense? ¿Es un espacio imaginario? ¿Es una metáfora? Tal vez las preguntas no conduzcan a ningún lugar. Lo sagrado, en la literatura pagana de Gonzalo Gálvez Romano, es la posibilidad de contar historias. O al menos de dejarse ser el territorio para que las historias sucedan.