El éxito de los escritores fracasados

«Ni siquiera sabemos cómo fracasar apropiadamente», dice Francisco Serratos, que, en un texto muy divertido para la revista Crítica, escribe sobre el fracaso literario a partir de un libro de biografías: The Bio­graph­i­cal Dic­tio­nary of Lit­er­ary Fail­ure, de C.D. Rose.  Pero, si el texto insta a seguir siempre escribiendo e intentando, nosotros les recordamos que hasta el 29/11 sigue abierto el Premio La Bestia Equilátera de Novela, y que por acá pueden cargar sus obras.

Vivi­mos tiem­pos, en pal­abras de Bau­drillard, pre­co­ces. Tiem­pos donde lo inmedi­ato supera lo tran­scen­dente. Sobre todo cuando hablamos de lit­er­atura: ¿qué sig­nifica ser un escritor influyente hoy en día? ¿salir en las por­tadas de revis­tas extran­jeras o de chismes de la farán­dula? ¿tener más de ocho mil seguidores en Twit­ter? ¿pub­licar en los suple­men­tos cul­tur­ales sabati­nos o domini­cales? ¿ago­tar los mil ejem­plares tira­dos de una edi­ción finan­ciada y pub­li­cada por una edi­to­r­ial estatal? Si con­tes­taron a estas pre­gun­tas con un sí, están en lo cierto. Lejos esta­mos de las ansias de peren­nidad que canta­ban los poetas antiguos. La inmor­tal­i­dad está pasada de moda: lo de hoy son los pre­mios, las entre­vis­tas, las pre­senta­ciones de libros, los fans o seguidores—sustitutos de los lec­tores—, las pub­li­ca­ciones per­iódi­cas, todo lo que implique una pres­en­cia inmedi­ata durante la vida del escritor. La barthe­siana muerte del autor ha cad­u­cado; el escritor ha revivido y su per­son­al­i­dad es un tomo más de su obra. Incluso la idea del fra­caso lit­er­ario ha mutado en una extraña per­ver­sión porque ya no tiene que ver con la medioc­ridad o el román­tico olvido—¡cuántos malos autores tienen colum­nas!—, sino que ahora rad­ica en la nula pres­en­cia mediática. Ni siquiera sabe­mos cómo fra­casar apropiadamente.

Este es el tema de uno de los libros más hila­rantes que he leído: The Bio­graph­i­cal Dic­tio­nary of  Lit­er­ary Fail­ure, pub­li­cado recien­te­mente por Melville House. C. D. Rose es alguien a quien no puede tomársele en serio porque ni siquiera se nom­bra autor sino sim­ple­mente edi­tor del libro. A Rose le gusta tomarle el pelo a la gente: se graduó del doc­tor­ado en letras con una tesis sobre escritores fra­casa­dos y el dic­cionario de fra­ca­sos lit­er­ar­ios es pro­ducto de sus exhaus­ti­vas inves­ti­ga­ciones. En un ensayo sobre Pavese, Son­tag dice que el escritor mod­erno suplantó al már­tir del cris­tian­ismo porque ahora él es la víc­tima de la sociedad: incom­pren­dido, vitu­per­ado, cen­surado, mar­gin­ado, pro­feta rec­haz­ado y todos los títu­los nobil­iar­ios del sufrim­iento le son endil­ga­dos. Pareciera que no podemos pen­sar en su per­sona seri­amente como la de, dig­amos, alguien nor­mal, sino sólo como la del genio tor­tu­rado. Rose toma como pre­texto este mito del már­tir para nar­rar, recor­dando Vidas imag­i­nar­ias de Schwob, la biografía fic­ti­cia de escritores que por burlas —diría car­ca­jadas— del des­tino nunca alcan­zaron el éxito lit­er­ario y ensan­chan los hue­cos de la his­to­ria literaria.

Rose lleva al extremo los mitos del escritor mod­erno: desde la obra per­dida por azares o des­cui­dos a la quema de man­u­scritos por encargo; de la cen­sura ofi­cial a la desapari­ción de la obra; delwriter’s block a la obsesión por crear una obra per­fecta; del min­i­mal­ismo extremo al max­i­mal­ismo extremo que, a final de cuen­tas, devienen en la inca­paci­dad para escribir; de los man­u­scritos olvi­da­dos en vagones del tren a la manía de ocul­tar todo lo que se escribe por miedo al pla­gio. Cada autor cat­a­lo­gado en el dic­cionario está ubi­cado en un espa­cio y tiempo históri­cos donde a veces con­vive con otros escritores que sí existieron. Otras veces, sigu­iendo a Borges —a quien Rose cita con­stan­te­mente—, se cono­cen entre ellos y se comu­ni­can en su pro­pio uni­verso. Al describir la per­son­al­i­dad de cada autor, Rose tam­bién recurre iróni­ca­mente a var­ios lugares comunes, como el escritor que por fumar demasi­ada mar­i­huana nunca ter­mina de escribir su meis­ter­w­erk; o la escritora hipocon­dri­aca que detalla en un diario sus malestares imag­i­nar­ios y, al punto de la muerte, se da cuenta de que cuando deja de escribir sus malestares estos desa­pare­cen; o uno clásico: el escritor que quiere sui­ci­darse porque sabe que sólo así lla­mará la aten­ción sobre su obra y pasará a la his­to­ria como un maldito.

Uno de mis biografías favoritas es la de Ernst Bellmer, donde Rose clara­mente se mofa de los escritores que pro­fe­san la lit­er­atura reli­giosa­mente o la toman como un tra­bajo tiránico y dicen vivir y ali­men­ta­rse de ella. Bellmer fue un joven vienés de finales del siglo XIX que cre­ció en el hostal que su padre admin­is­traba. Ahí se ini­ció en la lec­tura de las revis­tas y libros olvi­da­dos por los hués­pedes que más tarde lo ani­maron para seguir una car­rera de escritor. Su fra­caso no tiene que ver, sin embargo, con el rec­hazo edi­to­r­ial sino con una extraña patología digna del psi­coanáli­sis de la época: Bellmer era bib­liófago. Pero, se equiv­o­can si pien­san que Bellmer, en sen­tido fig­u­rado, era un colec­cionista o voraz lec­tor de libros, porque Bellmer era lit­eral­mente un come­dor de libros. Tenía la manía de com­erse todo lo que escribía sin ningún con­trol. Se dice que escribió obras maes­tras que no le envid­ian nada a los grandes nov­el­is­tas del real­ismo, pero ninguna sobre­vivió a su apetito. Enfermo de graves prob­le­mas diges­tivos, su padre lo envío al con­sul­to­rio del psi­coanal­ista Wil­helm Fleiss, quien no tuvo interés en el nov­el­ista y le pasó el caso a un joven lla­mado Sig­mund Freud. Freud, dice Rose, escribió sobre Bellmer un ensayo tit­u­lado “El come­dor de libros” y lo incluyó en sus Tres ensayos sobre una teoría de la sex­u­al­i­dad, pero des­gra­ci­ada­mente el edi­tor lo elim­inó del tomo por falta de “veraci­dad”. Bellmer murió a la edad de 75 años intox­i­cado por un exceso de tinta. Ninguna de sus pági­nas sobre­vivió a su estómago.

Otra biografía fasci­nante es la de Casimir Adamovitz-Krostowicki, un joven polaco que debió inter­rum­pir su vida bohemia parisina y sus ambi­ciones lit­er­arias para par­tir al campo de batalla de la Primera Guerra Mundial. En la misma línea de los grandes van­guardis­tas como Pound, Apol­li­naire y Eliot, Casimir escribió L’hommeavec les mains­fleuries, una obra que según Rose “opacaba En busca del tiempo per­dido, hacía ver a El hom­bre sin atrib­u­tos igual de abur­rida que su título, empe­queñecía el Ulises en sus logros y alcances, y hacía de Al faro una obra pequeña y par­ro­quial”. Antes de par­tir, Casimir pidió a su amigo Lev­al­lois que­mar el man­u­scrito si acaso él no volvía de la guerra. Lam­en­ta­ble­mente, Lev­al­lois no era tan vision­ario como el amigo de Kafka, Max Brod, y al ver que su amigo tard­aba en su regreso, siguió al pie de la letra las instruc­ciones y echó a una hoguera las pági­nas de L’hommeavec les mains­fleuries sin saber que esa misma sem­ana Casimir había vuelto a París, pero en el camino a casa de Lev­al­lois un caballo asus­tado por fue­gos arti­fi­ciales lo atro­pelló y lo mató.

En The Bio­graph­i­cal Dic­tio­nary of Lit­er­ary Fail­ure la per­son­al­i­dad del escritor no es tratada con la solem­nidad de una biografía: sus gestos, más que­ex­trav­a­gan­cias, son patologías, y sus manías y ambi­ciones resul­tan peri­patéti­cas. Rose logra frag­men­tos de gran astu­cia y humor que en la pluma de cualquier alma román­tica hubieran resul­tado pre­deci­bles. Com­párese, por ejem­plo, la ambi­ción mon­e­taria de cualquier becario hoy en día con Aston Brock, un viejo autor cuyas necesi­dades económi­cas los oril­laron a idear una solu­ción para ganar tanto dinero con su nov­ela como un pin­tor con una pin­tura. Brock decidió imprim­iruna edi­ción lim­i­tada de su obra, tan lim­i­tada que se reducía a un solo ejem­plar. Con­trató a un ilustrador y a un edi­tor para que tra­ba­jaran en un tiraje de Christ ver­sus Warhol y luego, a través de conex­iones, la colocó en una sub­asta para que se vendiera al lado de piezas de Picasso o van Gogh. Obvi­a­mente, sólo hubo una oferta, mas el com­prador sólo estaba intere­sado en la ver­sión e-book, por lo que Brockla rec­hazó tajante y ofendidamente.

¿Y qué hay de los escritores que pasan horas quemán­dose las pes­tañas frente a la pan­talla o la hoja en blanco en busca de la pal­abra pre­cisa? Es el triste caso de Marta Kupka, quien a corta edad recibió el apoyo de sus padres para cul­ti­var su tal­ento lit­er­ario y en una mem­o­rable Navi­dad le regalaron una máquina de escribir. El regalo le pare­ció tan espe­cial a Marta que pasó mucho tiempo con­tem­plán­dolo y decidió no escribir hasta que encon­trara las pal­abras per­fec­tas, dig­nas de tan pre­cioso regalo. Así pasaron los años, hasta que Marta cumplió ochenta y en una Navi­dad se animó a abrir el regalo y comenzó a pre­sionar las teclas, un tanto oxi­dadas. Escribió sin parar durante tres sem­anas, poseída por la pre­mura de los años per­di­dos. Sin embargo, un poco ciega, Marta no notó que la tinta de la máquina se había secado y que las pági­nas salían blan­cas del rodillo. Su obra nunca nadie podrá leerla por esa razón.

El Dic­cionario surgió, curiosa­mente, del rechazo,que Rose supo aprovechar, de dos nov­e­las: abrió un blog donde pub­licó sem­anal­mente­una biografía, y al cumplirse un año las borró. Justo antes de hac­erlo, los edi­tores de Melville House lo con­tac­taron para pub­li­car­las como libro, a lo que él, incré­dulo, se negó al prin­ci­pio. De esta anéc­dota creo que los que se lla­man escritores podrían apren­der una buena lec­ción: en lugar de mar­t­i­rizarse y encar­nar los lugares comunes con los que la cul­tura los concibe,en lugar de que­jarse por la falta de reconocimiento inmedi­ato, o de denun­ciar las venias e injus­ti­cias del Estado, en lugar de que­jarse de las cor­rupte­las de los jura­dos de pre­mios, deberían inten­tar seguir escri­bi­endo y, más impor­tante aún, inten­tar fra­casar mejor. Tal vez su fra­caso sea su boleto a la inmortalidad.