Estamos reunidos en un bar, armando una campaña para una editorial. Ideas van, ideas vienen, y de repente nos damos cuenta de que, justo al lado, ocurre algo maravilloso: una escena de trampa, de infidelidad.

Él, sesenta y pico de años. Saco, corbata, canas bien peinadas, anillo de oro de los gruesos, iPhone y llaves de un Mercedes arriba de la mesa para que todos vean.

Ella, cuarenta y tantos años, pollera, tetas hechas, maquillaje perfecto, mirada inteligente.

Él es el jefe, ella su secretaria. Se besan, se tocan las manos furtivamente, hablan de cosas banales, efímeras, que son las cosas de las que hablan los enamorados.

Ella acusa a su marido de mil desastres; él asiente sin querer cruzar ciertos límites porque sabe. Sabe muy bien a qué está jugando.

Ella no pregunta cuándo él va a dejar a su mujer, pero es evidente que lo piensa, y él también, aunque los dos sepan cómo sigue todo esto.

Aunque tal vez se equivoquen, y lo inesperado irrumpa de repente.

La situación es tan, pero tan cliché, tan de culebrón, que no parece de verdad.

Y sin embargo está ahí, acá, al lado nuestro, tan real, tan típica, tan cercana. Y nos hace pensar que nunca hay que subestimar lo más simple, porque lo simple tiene una fuerza demoledora.

Nosotros, espectadores fascinados, productores, pensamos que algo de todo eso es lo que queremos transmitir, encontrar la vuelta para que las cosas se transmitan con esa sencillez y esa efectividad.

 

Infidelidad2

( Imagen de Hugo Horita)